lunes, 22 de febrero de 2010

Análisis Jurídico sobre el Fondo del Bicentenario




Existen numerosos ejemplos para desmitificar la pretensión de objetividad e imparcialidad que supuestamente debieran ser caracteres inherentes al Derecho entendido como ciencia positiva. Desde las aulas de las universidades públicas y privadas los estudiantes de abogacía aprenden (o mal aprenden) que la política y el Derecho son escindibles en categorías distintas que no convergen y que por lo tanto no deben mezclarse, negando así la realidad de que el verdadero sentido de un ordenamiento jurídico responde al resultado de un conflicto de intereses permanente resuelto por la política.

Un ejemplo quizás burdo para ejemplificar la cuestión es la siguiente: En 1905 la entonces popular Unión Cívica Radical intentó una revolución armada para conquistar el poder y conseguir la verdadera democratización del Estado argentino a través de las elecciones libres con voto secreto y obligatorio. El presidente por aquél entonces era el Dr. Manuel Quintana, recibido en nuestra querida Universidad de Buenos Aires. Quintana, liberal mitrista y antipopular, había sido asesor legal del Banco de Londres, lugar desde donde defendía los intereses británicos por sobre los argentinos llegándole a proponer a Gran Bretaña el bombardeo de la ciudad de Rosario en 1876 cuando el gobierno provincial obligó al Banco a convertir en oro todas las emisiones de papel moneda realizadas por el ejecutivo.

Esa madrugada del 4 de febrero de 1905, el jefe de caballería de la escolta interrumpe el sueño presidencial para exclamar: “Excelencia, acaba de estallar la revolución”; se trataba de un joven llamado José Félix Uriburu. El Vicepresidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, fue tomado rehén por los radicales conducidos por Hipólito Yrygoyen. Finalmente la revolución fue duramente reprimida y derrotada.

El 6 de septiembre de 1930, Hipólito Yrigoyen, ya en el poder, sufrió un golpe de estado por el ejército alentado principalmente por la Sociedad Rural. El golpe lo comandó un tal José Félix Uriburu quien entonces asumió la presidencia.

Ante tal situación, la justicia argentina debía dar un veredicto con respecto a la situación imperante, ya que amén de los fraudes electorales hasta 1916, la Constitución Nacional no había sido tan abiertamente socavada hasta el momento. Fue entonces cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó una Acordada legitimando el golpe de estado y asegurando que si el gobierno de facto “desconociere las garantías individuales o las de la propiedad u otras de las aseguradas por la Constitución, la Administración de Justicia encargada de hacer cumplir ésta las restablecería en las mismas condiciones y con el mismo alcance que lo hubiera hecho el Poder Ejecutivo de derecho”.

El Presidente de la CSJN que firmó dicha Acordada en 1930 no era otro que sino José Figueroa Alcorta. No se busca tratarse el tema como un revanchismo personal por parte de Figueroa Alcorta 25 años después de los sucesos de 1905. En todo caso Quintana y Figueroa Alcorta representaban intereses distintos a los que representaba Yrigoyen. Lo que busca mostrarse es que en todo conflicto que se muestra a la sociedad como un conflicto técnico jurídico, esconde batallas políticas de trascendencia social que buscan legitimarse con el manto de un institucionalismo vacuo.

Y aquí llegamos al eje de la cuestión, cuando las políticas públicas son afines a los intereses de corporaciones económicas y jurídicas conservadoras, no surge un republicanismo legalista que denuncie que una Acordada no puede legitimar un golpe de estado, que un mero decreto no puede derogar la Constitución Nacional de 1949, indultar delitos de Lesa Humanidad ocurridos durante el Terrorismo de Estado, o privatizar empresas públicas como se hizo en los 90.
Ahora bien, cuando a través de las políticas públicas se busca incrementar el bienestar social afectando intereses particulares aparece aquél republicanismo legalista que decidió callar antes para gritar a los cuatro vientos que cualquier medida destinada a aumentar el gasto social, distribuir riquezas, o consolidar la libertad de expresión dándoles voz a los que no la tienen, es “inconstitucional” con fundamentos ridículos y un tecnicismo pormenorizado jamás visto antes.
Es en este marco que debe analizarse lo que se denomina “judicialización de la política” porque de lo contrario sería imposible comprender el desfile de “constitucionalistas” que pasean por televisión para recitar argumentos que un estudiante de abogacía de primer año podría fácilmente contrarrestar con las más elementales armas jurídicas.

La fuente primogénita de los llamados Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) es de carácter pretroriano. En efecto, fue la CSJN quién avaló que el Poder Ejecutivo pueda tomar algunas medidas de carácter legislativo para casos concretos. El primer fallo en este sentido data de 1919. Luego de la primera guerra mundial un aluvión inmigratorio vio en la Argentina un lugar de refugio para la reconstrucción de sus vidas. Ante el desproporcionado aumento de la demanda de viviendas que esto produjo, el gobierno de Yrigoyen dispuso el congelamiento de los precios de alquileres que se estaban yendo por las nubes. Los locadores acudieron a la justicia por la presunta violación del “derecho de propiedad”, argumentando asimismo, que el Poder Ejecutivo no tenía facultad para reglamentar derechos contenidos en la parte orgánica de la Constitución Nacional. La CSJN falló en ese entonces, que si bien era cierto que debía tratarse dicha problemática en el Congreso de la Nación, existía un “interés general” por encima de los derechos individuales presuntamente afectados, que justificaban el decreto presidencial, pues de lo contrario miles de personas quedarían sin casa y se verían afectados otros derechos que también se encuentran garantizados por la Constitución.

En el caso Peralta, Luis y otros c/ Estado Nacional de 1990, la CSJN falló que los Decretos de Necesidad y Urgencia debían comunicarse al Poder Legislativo y que ante el silencio del Congreso, esto implicaba una aprobación tácita. Cabe destacar que el amparo se realizaba contra un Decreto que convertía a los ahorros depositados de los afectados en bonos externos (Plan Bonex)

En la causa Verrochi Enzio c/ Administración Nacional de Aduanas del año 1999, la CSJN declaró inconstitucional dos Decretos del Poder Ejecutivo que ponían el tope de 1.000 pesos para el cobro de asignaciones familiares. La CSJN consideró que el PEN estaba tomando atribuciones legislativas y que al no haber sido sancionada la ley que reclamaba el art. 99 inc 3º de la CN no se podía recurrir a dichos Decretos de Necesidad y Urgencia. Asimismo se afirmó que la omisión de pronunciamiento del Congreso equivalía al rechazo de los decretos y no a su aprobación. Esto guarda sentido con el Art. 82 de la CN en cuanto dispone que las Cámaras no aprueban leyes de forma tácita.

A partir de la reforma constitucional de 1994, los DNU pasaron a estar previstos en nuestra Carta Magna. A su respecto, los DNU son considerados una atribución constitucional a cargo del Poder Ejecutivo Nacional que se encuentra contemplada en el Art. 99 inc. 3 de la Carta Magna: El PEN “participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar. El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros. El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicamental Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras (…) Acto seguido, la norma constitucional dispone que “Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso”. Dicha ley no fue sancionada ni por el gobierno de Menem ni por el gobierno de De la Rúa con la clara intencionalidad de no encontrar un límite legislativo a las políticas privatizadoras de los 90.

Fue durante el gobierno de Kirchner que se cumplió con el requerimiento constitucional de limitar esta atribución presidencial. El 20 de julio de 2006 se sancionó la ley 26.122 que tiene por objeto regular el trámite y los alcances de la intervención del Congreso respecto de los decretos de necesidad y urgencia, los decretos por delegación legislativa, y los decretos de promulgación parcial de leyes.

Como dispone el artículo 3 de la ley 26.122, la Comisión Bicameral Permanente está integrada por 8 diputados y 8 senadores, designados por el Presidente de sus respectivas Cámaras a propuesta de los bloques parlamentarios respetando la proporción de las representaciones políticas. La Comisión Bicameral Permanente, que posee un plazo de 10 días hábiles para hacerlo, se expide acerca de la validez del decreto y eleva un dictamen al plenario de cada Cámara.
El Artículo 24 dispone que el rechazo de ambas Cámaras del Congreso del decreto implica su derogación. Esto significa que bastará con que una de las Cámaras (de diputados o de senadores) no derogue el decreto para que el mismo quede ratificado por el Poder Legislativo. Es importante dejar en claro que el artículo 17 de la ley establece que los decretos dictados por el Poder Ejecutivo en base a las atribuciones conferidas por los artículos 76, 99 inc 3, y 80 de la Constitución Nacional, tienen plena vigencia de conformidad a lo establecido en el artículo 2º del Código Civil. Esto significa que hasta que el Congreso no se expida el DNU debe ser considerado como una ley y tiene plena vigencia.

Sería irracional que la justicia pudiera impedir que el decreto-ley cree los efectos jurídicos para el cual fue creado en tanto y en cuanto el Congreso no realice el control, dado que la justificación de su existencia radica en las “circunstancias excepciones que hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos”. No obstante ello, nada impide que la justicia realice el control de constitucionalidad de carácter difuso que le compete si un decreto viola derechos constitucionales.

En el caso del FONBI (Fondo del Bicentenario), no existe un decreto que viole derechos individuales de ningún tipo (como sí vimos que ocurriera en los “leading case” Peralta y Verrochi) sino un acto soberano dirigido a administrar los fondos públicos. Se trata de un acto de administración estatal no justiciable pese a la pretensión de constitucionalistas y jueces comprometidos con la ideología neo-liberal (Cassagne, Zarini, Dromi, etcétera) de que todo acto del ejecutivo sea analizado por la siempre conservadora corporación judicial. Claro que el Dr. Dromi -como funcionario menemista- jamás impugnó los decretos que privatizaban empresas, ya que él mismo fue su brazo impulsor. He ahí el gran engaño. Cable aclarar que por imperio del Art. 99 inc. 1 el Presidente de la Nación es el “responsable político de la administración general del país”. No obstante ello, el Art. 75 inc. 7 dispone que es al Congreso al que le corresponde “arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación”.

Así las cosas, el Poder Ejecutivo ha realizado un acto de excepción que por regla general le corresponde al Poder Legislativo a través de la atribución que le otorga el Art. 99 inc. 3º de la Constitución Nacional. Resta que sea el Congreso quien -a través de los mecanismos legales- disponga si dicho decreto se deroga o se ratifica, analizando si la situación de excepción justifica el medio de sanción normativa. Consideramos que la intervención judicial en temas de administración pública dictando medidas cautelares que suspenden los efectos de actos legislativos como está sucediendo hasta el momento con la jueza Sarmiento y la Cámara Federal en lo Contencioso Administrativo, importan una intervención judicial en el poder ejecutivo y legislativo violándose así, la consagrada división de poderes que la forma republicana de gobierno sostiene a través de nuestra Carta Fundamental.

Acerca del mérito, oportunidad o conveniencia del Fondo del Bicentenario ya hemos hecho un análisis y sentado nuestra posición al respecto con la mayor honestidad intelectual posible. Lejos de un positivismo jurídico abstracto, nuestra posición es de proteger toda acción pública destinada a aumentar la justicia donde abunda la injusticia a través de los mecanismos legales necesarios, pero entendiendo que el ordenamiento jurídico es un medio absolutamente necesario pero nunca un fin en sí mismo ya que toda interpretación jurídica tiene consecuencias concretas en la realidad social. En este segundo informe hemos analizado jurídicamente el FONBI, fundamentado que el mismo de ningún modo es inconstitucional, siendo el Parlamento quien finalmente deba decidir acerca de la validez o el rechazo del Decreto 2010/09.